¿EXISTE UNA BIBLIOTECOLOGÍA DESDE NUESTRA AMÉRICA?

Los problemas de “la identidad desde la exclusión” y el “saber desde la inclusión”

Ariel Antonio Morán Reyes[1]

Universidad Nacional Autónoma de México

arielmoran@filos.unam.mx

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Resumen

En este artículo se exploran algunas condiciones de posibilidad sobre un pensamiento bibliotecológico en América Latina. Para tales fines, se analizó la propuesta de una “Bibliotecología desde Abya Yala”, sobre todo por lo desafiante de sus pretensiones y porque exhibe algunos síntomas generalizados en esta clase de ideaciones (como inconsistencias conceptuales y metodológicas derivadas de prejuicios identitarios regionalistas). Se identificaron dos problemas básicos: “la identidad desde la exclusión” y el supuesto estado epistémico de “saber desde la inclusión”. La “identidad desde la exclusión” se refiere al problema de intentar definir la identidad latinoamericana desde lo “no anglosajón”, y por el criterio de descarte de ideas ajenas como parte de las acciones para lograr, en modo artificial, el carácter “latinoamericano” auténtico (sin que exista de por medio una justificación epistémica). Por otro lado, el problema del supuesto “saber desde la inclusión” (que parte, más bien, desde la exclusión y la marginación hermenéutica) retoma los mismos prejuicios identitarios, y se posa, indirectamente, en el arcaico pensamiento funcionalista bibliotecológico. A pesar de esto, su rasgo más polémico resulta ser que se basa en estados epistémicos deterministas que no son sostenibles ni ética ni epistemológicamente (ni siquiera en la esfera práctica más inmediata).

Palabras clave: Bibliotecología social. Pensamiento en América Latina. Justicia social. Injusticia hermenéutica.

EXISTE UMA BIBLIOTECONOMIA DA NOSSA AMÉRICA?

Os problemas de “identidade de exclusão” e “saber de inclusão”

Resumo

Neste artigo são exploradas algumas condições de possibilidade de um pensamento bibliotecário na América Latina. Para tanto, foi analisada a proposta de uma “Biblioteconomia de Abya Yala”, especialmente os desafios de suas reivindicações e por apresentar alguns sintomas generalizados nessa classe de ideações (como inconsistências conceituais e metodológicas derivadas de preconceitos identitários regionalistas). Dois problemas básicos foram identificados: “identidade de exclusão” e o suposto estado epistêmico de “saber de inclusão”. A “identidade desde a exclusão” refere-se ao problema de tentar definir a identidade latino-americana desde o ponto de vista “não anglo-saxão”, e pelo critério de descartar as ideias estrangeiras como parte das ações a alcançar, de uma forma de maneira artificial, o caráter “latino-americano” autêntico (sem uma justificativa epistêmica envolvida). Por outro lado, o problema do suposto “saber de inclusão” (que parte, antes, da exclusão e marginalização hermenêutica) assume os mesmos preconceitos de identidade e repousa, indiretamente, no arcaico pensamento funcionalista da biblioteconomia. Apesar disso, sua característica mais controversa acaba sendo que ele se baseia em estados epistêmicos deterministas que não são sustentáveis ​​ética ou epistemologicamente (nem mesmo na esfera prática mais imediata).

Palavras-chave: Biblioteconomia social. Pensamento na América Latina. Justiça social. Injustiça hermenêutica.


1 INTRODUCCIÓN

 

En este trabajo se exploran algunas condiciones de posibilidad sobre un pensamiento bibliotecológico desde nuestra América (con especial atención en aquellos rasgos que le definen), para establecer si existe efectivamente un “pensamiento bibliotecológico latinoamericano” o si es sólo un “pensamiento bibliotecológico en América Latina”. Para tales fines ya que su abordaje permite zanjar algunos planteamientos generales, se analizó la propuesta de una “Bibliotecología desde Abya Yala” como alternativa para el desarrollo de un pensamiento latinoamericano, sobre todo por lo interesante de sus pretensiones y porque exhibe algunos síntomas extendidos en esta clase de ideaciones (como inconsistencias conceptuales y metodológicas derivadas de prejuicios identitarios regionalistas). A partir de las formulaciones de sus proponentes, se identificaron dos problemas básicos: “la identidad desde la exclusión” y el supuesto estado epistémico de “saber desde la inclusión”. Pese a que este proyecto denuncia con insistencia los vicios de los circuitos universitarios en los que se reproduce la colonialidad del poder cultural europeo, también sucumbe al “fervor sucursalero” eurocentrista, pero más como una moda intelectual, sin un compromiso teórico genuino. El clima espiritual de un autor se ve afianzado, muchas veces, por creencias que pueden derivar en prejuicios y modas, como lo es “una corriente de pensamiento, para continuar el resto de la vida produciendo cultura de secta: repitiendo ciertas fórmulas hasta vaciarlas por completo de contenido” (PEREDA, 2009, p. 102).

Lo que en este artículo he denominado como “identidad desde la exclusión” se refiere al problema de intentar definir la identidad latinoamericana, insistentemente, desde lo “no anglosajón”, y por el criterio de descarte de ideas ajenas como parte de las acciones para lograr, en modo artificial, un carácter “latinoamericano” auténtico (sin que exista de por medio una justificación epistémica). Por otro lado, el problema del supuesto “saber desde la inclusión” (que parte, más bien, desde la exclusión) retoma los mismos prejuicios identitarios (y se posa, indirectamente, en el arcaico pensamiento funcionalista bibliotecológico), aunque su rasgo más polémico resulta ser que se basa en estados epistémicos deterministas que no son sostenibles ni ética ni epistemológicamente (ni siquiera en la esfera práctica más inmediata).

Una identidad latinoamericana en la Bibliotecología tendría que definirse por un camino de autorreconocimiento y por el desarrollo autónomo del pensamiento teórico bibliotecológico, cuyo proceso puede ser explicado a través de la síntesis de la dialéctica cultural e histórica de Leopoldo Zea (1978, p. 35): “desarrollo en función con el cual, lo regional, las historias concretas, pero aisladas, e otros muchos pueblos, se universalizan”. Si la idea de procurar el carácter latinoamericano en el pensamiento bibliotecológico consiste en el apego por el afán de exclusión de posibles ideas de influencia, supuestamente “ajenas” (derivado de prejuicios epistémicos e ideológicos), sería entonces mucho más significativo y trascendente propugnar por una “Bibliotecología sin más”, con ánimo pluralista y verdaderamente incluyente, antes que detener el avance disciplinario y el alcance social de las bibliotecas públicas por la obstinación de cumplir una agenda personal. He ahí uno de los peligros de algunas de las propuestas que abrazan, aparentemente, una abierta defensa por el espíritu latinoamericano.

 

2 PRELUDIO PARA UN PENSAMIENTO LATINOAMERICANO NO RESTRICTIVO

 

En 1968, Augusto Salazar Bondy —precursor del movimiento de la filosofía de la liberación— publicó su célebre libro ¿Existe una filosofía de nuestra América?, en el cual, entre otras cosas, discurrió sobre las condiciones para que el pensamiento en América Latina tuviera un carácter “original” y “auténtico”. A partir de la publicación de aquel libro, surgió una conocida polémica entre el filósofo peruano y el mexicano Leopoldo Zea, lo que descolló en un singular levantamiento de la intelectualidad filosófica latinoamericana en torno a la cuestión de la inautenticidad y a la falta de originalidad del pensamiento en la región. Esto abrió, además, un nuevo horizonte para la comprensión de la cultura que ha dado lugar al análisis del discurso latinoamericano y, paralelamente, a una teoría sobre el mismo.

Para Salazar Bondy (1988, p. 82), los latinoamericanos hemos vivido históricamente enajenados por el subdesarrollo y, como resultado, producimos un pensamiento también alienado, que funciona como una imagen que disfraza la realidad en que vivimos. La mayor parte de la filosofía americana se construyó como una “filosofía imitada”, a partir de una “transferencia superficial” de ideas. Por lo tanto, la filosofía en América Latina no ha sido un pensamiento auténtico y original, sino derivado e imitativo. Según este autor peruano, el problema de la inautenticidad del pensamiento latinoamericano se debería plantear desde un ámbito más amplio que el propiamente filosófico, pues ésta vendría a ser sólo la expresión de la racionalidad consciente del ser humano y su sociedad. No es posible realizar una reflexión semejante sin tomar en cuenta el proceso socio-cultural en que está inmenso el sujeto que crea un discurso teórico. La inestabilidad, el carácter imitativo, la falta de tradición de nuestro pensamiento, se reflejan en la filosofía, en el arte, en la literatura, y en todas las expresiones de la cultura, así como en las funciones sociales de las instituciones de memoria. Pero el caso de la filosofía es más notorio, porque ella es la culminación de la reflexión de la existencia colectiva (BONDY, 1988, p. 93).

Como respuesta, Leopoldo Zea publicó en 1969 su obra La filosofía latinoamericana como filosofía sin más, en la cual señaló que es posible la desenajenación dentro de nuestras circunstancias, siempre y cuando éstas se afronten. Para él, el pensamiento latinoamericano tiene ya algunas realizaciones que constituyen las bases de su ejercicio intelectivo, caracterizado más por la acción eficaz en nuestro transcurso histórico que por la actitud teórica y especulativa, con lo cual el pensador mexicano se enfiló en una posición en la que no se confunden los conceptos filosóficos con ideologías sociales o políticas (ZEA, 1980, p. 45). Asimismo, rechazó planteamiento de que en una sociedad desarrollada no exista la enajenación y advirtió que el desarrollo de la técnica en los países aventajados (indudablemente valioso en algunos aspectos para el progreso de los pueblos) se está convirtiendo en la causa de la deshumanización de los mismos (la pérdida de la libertad de elección, de compromiso y de responsabilidad). Según esto, el pensamiento en América existe a pesar de no ser un pensamiento “puro” (el cual persiguen algunas posturas esencialistas). Es decir, no se manifiesta como un pensar puro, cuyos principios teóricos hayan sido creados por latinoamericanos en su totalidad, sino que lo es porque se aplican dichos preceptos a la situación americana. Pensar desde y sobre América Latina expresa ya ciertas condiciones disposicionales en el ejercicio dialógico de la mente. En el pensar (un pensar dialéctico) está la clave, para evitar la burda imitación extralógica.

Bajo las premisas de Salazar Bondy, se podría deducir que el pensamiento latinoamericano podrá ser original y genuino cuando se superen las condiciones de inautenticidad mediante la cancelación de nuestra situación de pueblos subdesarrollados y dominados. El filósofo peruano precisó que el pensamiento latinoamericano posee “rasgos particulares que dan color local —como en otra escala lo dan personal— a nuestro pensamiento. Pero estas peculiaridades nos parecen más bien negativas o superficiales, cuando no meramente folklóricas” (1988, p. 104). Leopoldo Zea, en cambio, dio un mayor valor a esos rasgos peculiares del pensamiento y de las expresiones culturales en América Latina, ya que son los que, precisamente, marcan una diferencia inicial que tiene implicaciones conceptuales y temáticas. Zea consideró que todo pensamiento adapta a su propia realidad una serie de instrumentos conceptuales que tienen por objeto la necesidad de transformarla. Este ejercicio, que podría ser visto como una mera “contextualización” (DUQUE CARDONA, 2020a, p. 48), es, en realidad, una experiencia dialéctica gradual, una tensión necesaria entre las ideas de influencia y la realidad histórica de América Latina. Como resultado de esta dialéctica, surge una síntesis crítica, a manera de un encuentro comprensivo, más que resolutivo, en medio de la pugna: “Pugna que sólo termina cuando se realiza una conciliación, la síntesis de la dialéctica, cuando nos reconocemos como hombre o pueblo diverso de otros, pero reconocemos, a su vez, en la diversidad de esos otros, su ser hombres sin más” (ZEA, 1971, p. 28).

Salazar Bondy y Zea también estuvieron de acuerdo en que, para lograr la liberación cultural, los miembros de una sociedad deben conocer su pasado histórico-cultural. También tendrían que cobrar conciencia de la situación de dependencia y dominación en que se desenvuelven para poder erradicarla. Pero discreparon en la actitud que el latinoamericano debe asumir. El peruano buscó conocerla, para negar en ella lo que no era auténtico. El mexicano, por su parte, expresó que por medio de la asimilación y absorción de nuestros procesos históricos, se puede abrir la posibilidad de transformar nuestra realidad dependiente y completar la formación de un nuevo pensar, un pensamiento verdaderamente nuestro que mostrará con claridad el perfil de una nueva cultura (ZEA, 1976, p. 70; ZEA, 1978, p. 274).

Para Zea la adopción de una influencia lleva consigo su adaptación a la realidad que intenta servir (se piensa y se interpreta desde América Latina), y no negando posibles influencias en el camino del desarrollo. De esta manera, el pensamiento occidental ha servido de instrumento al latinoamericano, que lo asimila, para comprender y tratar de solucionar la propia realidad a la que se enfrenta. De esto se desprende que para Zea la “autenticidad” se da en el necesario enfrentamiento con los problemas que aparecen en nuestra realidad, tomando conciencia de ellos y buscándoles las soluciones apropiadas, aun cuando se usen ideas occidentales, ya que es en la forma de aplicarlas a nuestra propia circunstancia como obtienen su carácter de originalidad. Así, en la medida en que un pensamiento se haya enfrentada y proponga posibles soluciones a los problemas que se plantean, los individuos y los pueblos tendrán un carácter auténtico.

 

3 VÍAS PARA UN PENSAMIENTO BIBLIOTECOLÓGICO LATINOAMERICANO

 

Existen propuestas que se precian de ser opciones viables para una auténtica bibliotecología latinoamericana, pero que su formulación discursiva, en el fondo, está cargada de resonancias poco críticas que mascullan un decolonialismo con fuertes tintes estructuralistas. Estas propuestas, para un pensamiento latinoamericano en la bibliotecología se suelen enfocar en lo latinoamericano y no tanto en la parte del pensamiento. Con tal de endilgarle mayor furor a determinados prejuicios regionalistas, se desarrollan síntomas como la pereza teórica. Es decir, se abocan en la realización de medidas artificiales para adoptar un carácter puro latinoamericano (como excluir elementos extranjeros), sin entender que esto se conseguiría mediante el ejercicio del pensamiento conceptual. Frente a la visión cultural dominante, y su impacto en el desarrollo de los países latinoamericanos, la perspectiva del cambio estructural se ha hecho presente nuevamente, en los últimos años, en los discursos regionalistas. Disiento de aquellas tendencias que buscan inscribir la identidad del pensamiento latinoamericano en una visión en la que el antagonismo constituye un elemento fundamental para pensar los desafíos presentes de su desarrollo. Una perspectiva realista considera que la tensión centro-periferia debe quedar desplazada en favor de un discurso que enfatice el consenso y la cooperación, a partir de una revisión de los propios fundamentos conceptuales con los que se pensó tal dinámica en el periodo de la Posguerra.

Más que autosuficiencia, discursos de este talente exhiben uma obstinación impracticable, al querer configurar un pensamiento latinoamericano “puro”, excluyendo elementos externos de influencia. Ejercer la coerción arengataria para que sólo se lean o se citen autores oriundos de América Latina (que a su vez sólo hayan leído a otros autores regionales) no hará engendrar, por sí mismo, un pensamiento latinoamericano. Esto producirá, más bien, condiciones sesgadas y doctrinarias sobre el ejercicio del pensar, y el rezago de la autonomía teórico-conceptual bibliotecológica. Un autor, finalmente, es una especie de caja de resonancia de su época, y “constituye el momento fuerte de la individualización en la historia de las ideas, de los conocimientos, de las literaturas; en la historia de la filosofía también, y en la de las ciencias” (FOUCAULT, 1999, p. 332).

Un año antes de la polémica entre Zea y Salazar Bondy, en agosto de 1967, se organizó una mesa de discusión, moderada por Ramón Xirau, en torno al sentido del pensamiento filosófico en México en ese momento, en la cual participaron: Leopoldo Zea, Luis Villoro, Alejandro Rossi, José Luis Balcárcel y Abelardo Villegas. En su intervención, Villoro criticó el hecho de que el pensamiento latinoamericano tenga que convertirse siempre en una “expresión histórica de un pueblo”, y que habría que rebasar el afán reduccionista de estas “posturas localistas”, cuyos cimientos adolecen en “la relatividad de las convicciones a sus circunstancias sociales, de la falta de precisión en su lenguaje y en sus formas de argumentación, de la carencia de posibilidades de verificación de sus enunciados, de la ausencia de rigor metodológico en la construcción de los sistemas” (ZEA et al., 1968, p. 3). A continuación, se presenta un análisis que busca verificar si una “Bibliotecología desde Abya Yala” trilla en los senderos que reveló Luis Villoro hace más de cincuenta años, y en revisitaciones posteriores (VILLORO, 1987).

 

4 EL PROBLEMA DE “LA IDENTIDAD DESDE LA EXCLUSIÓN”

 

Natalia Duque Cardona tiene algunos años blandiendo una propuesta que ha estilado llamar “Bibliotecología desde Abya Yala”, que evidencia una serie de compromisos culturales entrelazados con prejuicios identitarios que, si bien dan cuenta de la tendencia social de su discurso, no muestran una claridad en su armazón teórico (al menos no en relación con sus pretensiones, aunque tal vez sí con el cumplimiento de una agenda personal). Esta propuesta ha perseguido con afán constituirse como una alternativa para una Bibliotecología auténticamente latinoamericana, esto es: de corte comunitario e intercultural, diversa pero antiimperialista y antigeneralista, encaminada hacia una sociedad más justa y libre, sin denostar una disposición plural frente al desarrollo de conocimiento (Cfr. DUQUE CARDONA, 2016).

En primera instancia, este supuesto pluralismo se manifiesta, más bien, como un relativismo epistemológico, que a veces trivializa el trabajo teórico y el conocimiento proveniente de valores ilustrados (con arrojos de superioridad epistémica) que son el despliegue de una actitud colonialista. A partir de aquí, su propuesta se adscribe en el pensamiento decolonial (rigurosamente estructuralista), en contra del pensamiento moderno europeo que hace alarde de su ejercicio del poder, a través de “la colonización del ser por medio del saber”. De estos resabios conceptuales se desprende la necesidad de algunas precisiones: ¿qué es lo que se designa, propiamente, cuando se refiere a “el ser”?, ¿al modo de conducta social de los sujetos? Entonces quizá se refiera, mejor dicho, a la agencia. ¿Habla, más bien, de un ente (lo que existe)? Si es así, no estaría denotando propiamente al ser (aunque se participe en él). Por otro lado, ¿es tal el alcance de este poder sobre el ente? En realidad, ninguna modalidad del poder colonialista (como poder fáctico o poder simbólico) podría suponerle límites a ese entis para ser lo que es. Pero más allá de esta imprecisión conceptual filosófica —que puede llevar a la autora a incurrir en la falacia naturalista— (MOORE, 2005, p. 9-13), el problema primordial radica en su relativismo epistemológico.

La autora colombiana describe su propia propuesta como “intercultural” y “diversa”, pese a que se aprecia en varios momentos una tónica, si no normativa, al menos sí excluyente que desalienta las interacciones constructivas entre culturas. Quizá Duque Cardona (2016) advierta que, en esa interacción, las culturas americanas, históricamente, han perdió más de lo que han ganado, pero, entonces, ¿por qué recurrir al pluralismo como una de sus principales características? En cambio, si bien la autora declara que no cree en normas universalizables, y parece apoyar el pluralismo, las restricciones antiimperialistas que ella misma impone sobre la advocación social de las bibliotecas públicas obstaculizan otro tipo de acciones coordinadas entre miembros de diversas culturas, salvo aquellas validadas ante lo que parecen ser no más que prejuicios. Esto resulta particularmente delicado, porque tales actitudes no contribuyen a un acercamiento intercultural, sino a la demarcación de confines. Precisamente, en las sociedades contemporáneas es frecuente que se susciten ciertas contrariedades ante la coexistencia de múltiples simientes culturales: sesgos, malentendidos, redundancias, creencias falsas e, incluso, cargas teóricas divergentes entre dos horizontes hermenéuticos, lo que afecta cómo se valora e interpreta un hecho determinado. Éste ha sido uno de los principales problemas de los modelos multiculturales liberal-igualitario y el comunitarista. Dentro de la Bibliotecología, la enajenación podría ser vista desde otro cariz:

Alienación (o su variante: enajenación) es un concepto de larga tradición en filosofía, pero también tiene una amplia data en sociología y antropología [...] en el caso de los bibliotecarios, la alienación se manifiesta en la separación que sufre respecto a los documentos, debido a que los concibe como meros objetos de trabajo y, por lo tanto, como una entidad manipulable para ser entregada a otros, que serán quienes se los apropiarán por medio de la lectura (ALFARO LÓPEZ, 2009, p. 184).

 

En un texto reciente, Duque (2020b) intenta presentar un desarrollo más diáfano de su propuesta, pero sólo acrecienta algunas inconsistencias. En este texto, pretende mostrar narrativamente la subordinación de la Bibliotecología y la “Ciencia de la Información” ante los “centros de producción de conocimiento hegemónicos como el anglosajón y el europeo” (p. 27). El problema que más desconcierto genera es que, de pronto en un salto teórico que no expone alguna clase de argumentación o justificación la autora presenta a dos pensadores europeos Georg Simmel y a Émile Durkheim como los “cimientos para proponer, pensar y comprender a la luz de epistemologías propias en las Ciencias de la Información” (p. 41) Más allá del desazón que esto genera, lo realmente interesante del trabajo hubiera sido explicar cómo y por qué los considera como posibles cimientos (sobre todo a Durkheim, un sociólogo positivista y funcionalista). Quizá la autora pueda justificarse aduciendo que en su lectura crítica “contextualizó” a Simmel y a Durkheim en la realidad de América Latina (lo cual no se aprecia en el texto). Si esto es así, ¿qué sentido tiene todo el discurso decolonialista, si al final realiza algo que puede ser semejante a lo que propuso Leopoldo Zea? Intuyo que pueden ser “semejantes”, porque en realidad falta que se explique si lo que ella llama “contextualizar” podría ser similar a la síntesis de la dialéctica histórico-cultural de Zea, o se trata de una mera apropiación. Empero, aunque hubiera cierta similitud, esto no eximiría que Duque tenga qué argumentar cuál fue el proceso cognoscitivo (que trasciende sus propios prejuicios ideológicos) por el cual considera que no hay otros autores más indicados que Simmel y Durkheim.

En el caso del sociólogo francés, quizá puede vérsele como un referente en esta disciplina (por algunas aportaciones en sus inicios), pero difícilmente puede creerse que deba ser tomado como base por cualquier epistemología contemporánea (como las “epistemologías del Sur”), y con mayor razón para disciplinas como la Bibliotecología y la Archivística, que abandonaron hace mucho tiempo su etapa funcionalista primigenia: “Ser plenamente algo para no tener necesidad de volver a serlo” (ZEA, 1976, p. 20-21). ¿No existe en el pensamiento de América Latina una mejor propuesta? Y más aún, ¿el funcionalismo de Durkheim es coherente con un pensamiento desde Abya Yala? La postulación de Duque resulta extraña porque esta misma autora ha propugnado (con sensatez y atingencia, en foros abiertos como el XI Encuentro EDICIC 2018) la importancia de transitar “de lo funcional a lo verdaderamente crítico”. Parece que la propuesta de Duque carece, por el momento, de una revisión exhaustiva de la historia y la epistemología de la Bibliotecología en América Latina. A pesar de esto, atiza lo siguiente:

Si bien, la mayoría de los principales teóricos de la CI [Ciencia de la Información] se ubican en una cultura anglosajona, es claro que Latinoamérica y el Caribe han comenzado a generar un proceso de producción de conocimiento científico con relación a esta importante. Es de anotar que estas producciones, en general, si bien se producen en otro lugar geográfico responden en términos epistémicos a una corriente anglosajona, una vez retoman los clásicos de la CI para su desarrollo sin situar el conocimiento en un contexto específico (DUQUE CARDONA, 2020a, p. 48).

 

De aquí se desprende otra inconsistencia, ya que Duque habla de “Bibliotecología y Ciencia de la Información”: ¿no resulta incompatible una “Bibliotecología desde Abya Yala” con la “Information Science”. Las teorías desde Abya Yala tienen un carácter esencialmente decolonialista que se opone a los ideales ilustrados de los proyectos del pensamiento y valores de la Modernidad. La Information Sciencie es heredera de esos proyectos, puesto que se gestó de la inercia científica y tecnológica de la Posguerra. A partir de criterios como la eficiencia funcionalista y utilitarista, la Information Science tomó artificialmente métodos y procedimientos de la Bibliotecología, la Archivística y la Documentación, y los conjuntó en una sola disciplina, sin tomar en cuenta la historia e identidad de estas disciplinas. En muchas partes de América Latina no existe, como tal, una tradición de la Ciencia de la Información, “como sí ocurre en otros países, en los que la Documentación permeó antes de que se fundaran algunas escuelas de Biblioteconomía, u otros en los que la Ciencia de la Información sustituyó varios cursos ya extinguidos de Bibliotecología y Archivología” (MORÁN REYES, 2021, p. 16), pero Colombia (país de donde es oriunda Duque Cardona) no es el caso.

Quizá Duque utiliza el nominativo “Ciencia de la Información” (y no Ciencias de la Información) porque es el término usado institucionalmente por la Escuela Interamericana de Bibliotecología (EIB), tanto por su Centro de Investigación como por su programa de maestría, pero ello no exime que pueda realizar una crítica metateórica sobre su apropiación. Por ejemplo, en México se utiliza la denominación “Bibliotecología y Estudios de la Información”, lo cual no está exenta de polémica (pese a representar el término institucional de la Universidad Nacional Autónoma de México), ya que la expresión “‘Estudios de la Información’ constituye, más bien, un concepto general (un umbrella concept, o sea “concepto-paraguas”), a través del cual se puede contener o cubrir casi cualquier idea a través de métodos heurísticos o por la intuición semántica” (MORÁN REYES, 2021, p. 15). Haría falta una revisión histórica de las “Ciencias de la Información” en América Latina, aunque esta integración con la ciencia de la información en Colombia parece ser un interés reciente (ARAÚJO, 2018, p. 33), así que “por una defensa de la tradición de estas disciplinas: “Archivología, Biblioteconomía y Museología no necesitan, ni deben ‘convertirse en’ Ciencia de la Información” (ARAÚJO, 2014, p. 158).

Huelga mencionar que el cuerpo teórico de aquel texto (DUQUE CARDONA, 2020b) lo componen sobre todo autores europeos, lo cual no encarna mayor problema, pero dentro de la propia lógica decolonial de la autora representa una fuerte incongruencia (sobre todo porque no hay una justificación argumentativa). Si bien en estas formulaciones no se aprecia mucha claridad, esto quizá pueda hallar algo de pulcritud en el trabajo de campo de la autora. Entre otras cosas, Duque ha optado por señalar la poca intencionalidad crítica de los manifiestos de la IFLA (lo cual es acertado, pues se pone mayor atención en las diligencias corporativistas gremiales que en el desarrollo cognoscitivo profundo y transversal), además de promover un lenguaje supuestamente neutral e inclusivo, y ver a la Real Academia Española como una manifestación de la colonialidad del poder cultural imperialista. Quizá un problema más relevante (porque “‘pensar en español’ no indica una dificultad especial”), sea lo que manifestó Carlos Pereda (2010, p. 60):

[…] el inglés tiende a ser cada día más la lengua de esos complejos y diversos haceres. Previsiblemente, unas pocas universidades de dos o tres países tienden a guiar (concen­trar, imponer, sugerir) los programas mejor calificados de investigación y hasta eso que se pueden llamar, no sin saña pero también no sin precisión, las ‘modas intelectuales’.

 

Precisamente, somos una región colonizada, cuyas elites intelectuales sufren de la opresión cultural en su dimensión neoliberal. En parte, esto significa que, para ser agentes epistémicos válidos, necesitan del reconocimiento de sus colonizadores. En parte, esto también significa que forman de una red amplia de producción global del saber, que, paradójicamente, ha conducido a su crisis.

No existe, empero, una justificación válida que concluya que excluir a algunos pensadores europeos constituya una solución (el problema de la subordinación no estriba en este rubro). El pensamiento latinoamericano se engendra, precisamente, poniendo mayor atención en la acción de pensar, y no en la obsesión purista de obtener lo latinoamericano negando lo que se considera que no es “latinoamericano”. Parte de incurrir en el problema de la “identidad desde la exclusión” es que el referente de identidad siempre está en los otros: se busca autoafirmarse negando a los otros o validándose a través de los otros. El pensamiento latinoamericano debe definirse por el pensar sobre sí mismo (histórica, cultural y filosóficamente), y no en pugnar por un esencialismo latinoamericanista: “En este intento de entender la heterogeneidad cultural de Abya Yala, que resiste a los intentos de homogenizar la diferencia, de modernizar la tradición y de desarrollar el subdesarrollo, pareciera que no funcionan las fórmulas esencialistas y ontologizantes” (GARCÉS VELÁSQUEZ, 2007, p. 237-238). De hecho, el concepto “latinoamericano” es resultado de una síntesis de la dialéctica cultural e histórica. ¿Por qué considerar que para defender el espíritu latinoamericano hay que apelar a principios puristas y esencialistas, y no a principios sintéticos e interculturales? Debe pensarse, dos veces o más, si la vía para afirmar lo latinoamericano es negar lo que consideramos que no lo es: “Afirmamos nuestro ser, pero negamos el de los otros para que éstos, a su vez, afirmen y reconozcan el suyo” (ZEA, 1971, p. 28).

De hecho, parte de las “modas intelectuales”, a las que hace alusión el uruguayo Pereda, recurren a la subordinación instrumental de lo teórico (por motivos administrativos, agendas personales o estímulos conductistas en el trabajo universitario). En el caso específico de la Bibliotecología, ha sido recurrente el uso vacío de “lo epistemológico”, para justificar algunas propuestas y ostentar una supuesta profundidad o suficiencia en su fundamentación. La evocación de este tema ad nauseam ha hecho que “lo epistemológico” haya pasado de ser un elemento secundario a un artículo ornamental, pero vacuo. Una muestra de esto es la obra La incidencia de la biblioteca en las desigualdades sociales: Aportes epistemológicos a una bibliotecología y ciencia de la información latinoamericana (DUQUE CARDONA, 2019). Felipe Meneses (2020, p. 59), ha volteado la mirada sobre esta propuesta y ha destacado el intento y el interés por invocar una “bibliotecología con espíritu latinoamericano”, aunque, precisa, “sin distinguir con la claridad necesaria el servicio de biblioteca para minorías étnicas, entre las que se originan con especial efecto las disparidades de carácter social en diferentes latitudes”. No obstante, yo he dirigido la atención hacia otro aspecto.

En términos generales, no se entiende porqué la autora optó por usar la expresión “aportes epistemológicos”. En el texto no se aprecia un tratamiento epistemológico siquiera consistente, y menos las supuestas “aportaciones” conceptuales. De hecho el título original del trabajo era: La incidencia de la Biblioteca en las desigualdades sociales: el caso del Sistema de Bibliotecas Públicas de Medellín. ¿Con qué finalidad se forzó el uso de “lo epistemológico” para renombrar esta obra? Este uso laxo del trabajo epistemológico no es algo extraño, pero sí se ha dado con mayor reiteración en los últimos años (la banalización del trabajo teórico, visto como un elemento suntuario en la formación bibliotecaria). Esto acarrea una remembranza hacia un texto de la ilustre Ana María Magaloni (1997), el cual decidió intitular “Problemas teóricos y epistemológicos de la bibliotecología”. Lo desconcertante es que dicho trabajo no abordaba ninguna problemática de esta índole. Más bien, se trató de un sucinto resumen ejecutivo (con estadísticas y resultados) del notable trabajo que la bibliotecóloga mexicana venía realizando, durante veinticinco años, al frente de la Red Nacional de Bibliotecas Púbicas de México.

A partir de lo dicho anteriormente, debe enfatizarse la importancia de que todo aquel que realice actividades de investigación, se vincule con un fuerte compromiso valorativo con el marco epistemológico de referencia de su investigación (y no sólo en el terreno de las apariencias). Para ello, es imprescindible que adopte un compromiso ético, según el cual ponga sus facultades al servicio del papel transformador de la realidad, más allá de la agenda personal de cada investigador (y de los méritos administrativos que le marque su institución).

 

5 EL PROBLEMA DE “EL SABER DESDE LA INCLUSIÓN”

 

En 2019, una colaboradora de la fórmula decolonialista de Duque Cardona, enunció el summum de su contribución, desde la cual apeló al sentimiento regionalista para crearse un asidero de aceptación, el cual se vio acompañado de una serie de inconsistencias, aserciones suposicionales, contradicciones de orden argumentativo y una ausencia de justificaciones que hacen insostenibles sus afirmaciones (RESTREPO FERNÁNDEZ, 2019). Entre otras cosas, la autora cargó contra supuestas políticas de alfabetización basadas en la lectura de textos como El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en el ámbito hispanoamericano. Entre otras cosas, Restrepo se apoyó en la idea de que la novela quijotesca es una representación de la “imposición” de lecturas formativamente obligatorias desde el pensamiento colonialista español: “Nadie se ha muerto por no leer al Quijote”, sentenció. Ciertamente, los valores quijotescos constituyen la expresión de cierta identidad peninsular (más que “española”, sería castellana). Precisamente, el trabajo de pensadores como Miguel de Unamuno respalda esto, pero no hay que perder de vista que este mismo quijotismo intentaba defender su tradición mística, y apartarse del resto de la Europa cientificista y las naciones industrializadas. Es muy conocida la formulación retórica del propio Unamuno a este respecto: “Inventen, pues, ellos, y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones” (UNAMUNO, 1964, p. 491).

Restrepo precisó que la biblioteca pública tendría que abandonar la promoción de textos como la novela del Quijote y, en cambio, proporcionar información que le ayude a las personas en su ámbito laboral o, por ejemplo, alfabetizarlos para que puedan leer y entender las indicaciones de un medicamento. En primera instancia, lo anterior se traduce en reducir el papel social de la biblioteca pública —y la dimensión emancipadora de la lectura— en un funcionalismo llano. En pos de defender un prejuicio cultural, la autora, acaso, no puso demasiada atención en que estaba suscribiendo la concepción teleológica de la lectura (y del alcance de la biblioteca pública como institución política) en el funcionalismo más instrumental, y no en una tendencia igualitarista sostenible.

No son pocas las parcelas de América Latina en las que sería apetecible que este tipo de propuestas cobraran fuerza, para poder diseñar, sin mayor oposición, desde las esferas del gobierno, sendas políticas públicas que logren atenuar el papel de la educación en un mero adiestramiento técnico (el Decreto 9794 de 2019 en Brasil, y los ajustes en 2018 a la Ley 30 y la derogacion de la Ley 1911 de Colombia, son buenos ejemplos). Para algunos regímenes, no es conveniente que las personas desarrollen el pensamiento crítico (pues no es funcional ni aporta réditos), sino que las personas sólo tendrían que aprender a desarrollar sus actividades productivas cotidianas o saber leer la posología de un fármaco en un vademécum para preservar su vida. Lo que ocurre con estas ideas, tan asiduas en la Bibliotecología, es que:

El bibliotecario, que en algunos casos no tan comunes suele ser también un lector, observa exteriormente la lectura de aquellos que acuden a la biblioteca [...] El bibliotecario comprende la lectura desde el marco de referencia de sus propias actividades en la biblioteca, así como de las funciones que en ésta se llevan a cabo, como la selección, catalogación, ordenación, difusión y análisis de la información1 De este marco de referencia brota su concepción del lector y de la lectura: el primero queda poseído por ese espectral concepto de usuarios de la información, que acaba por hacer que el lector desaparezca (ALFARO LÓPEZ, 2007, p. 17).

 

Según la visión de Restrepo, las necesidades de información pasarían a ser meras necesidades instrumentales. En relación con esta concepción, el chileno Hugo Zemelman (1998, pp. 68-69) ya había ponderado que “la única necesidad que trasciende el límite de los instrumentos es la simple información por la información, pero que, como tales, contienen potencialmente la necesidad de nuevas realidades”. Por lo tanto, la intención de limitar la lectura de ciertos textos, parece ser una empresa destinada al fracaso, sobre todo si se hace acompañar de otros intereses legitimadores, en los que la biblioteca pública se mira como “una vía para detentar las características sociales de un pueblo” (RESTREPO FERNÁNDEZ, 2020, p. 2). Precisamente, el bibliotecario incurriría en una injusticia hermenéutica, ya que esta clase de injusticias se manifiestan en escenarios en los que “una persona detenta un área significativa de la experiencia social, que se encuentra oscurecida para el entendimiento del resto de la colectividad, debido a un prejuicio estructural sobre el recurso hermenéutico” (FRICKER, 2007, p. 158).

La aseveración “Nadie se ha muerto por no leer al Quijote”, es, de entrada, una formulación no verificable (al menos, como proposición, no es una verdad analítica). Pero, a esto, la autora insistió que en vez de aprender a interpretar obras como el Quijote, las personas deberían “saber leer la vida” (RESTREPO FERNÁNDEZ, 2019). Esta ideación, si bien parece estar cargada de humanismo, representa realmente un estado epistémico poco claro y hasta arriesgado para el papel social de la biblioteca pública (lo cual analizaré más adelante). Para este tipo de posturas, su única condición es presentar una idea que refuerce los prejuicios de sus interlocutores, y que ofrezca soluciones fáciles y grandilocuentes que le hagan sentir al escucha, o al lector, que está haciendo algo para mejorarse a sí mismo.

Pareciera, más bien, que la autora está incurriendo en una falacia del hombre de paja, pues dirige la línea de su señalamiento a un oponente ilusorio que evoca un falso argumento (el Quijote). Este tipo de falacia conlleva no sólo crear una falsa oposición, sino caricaturizar la supuesta propuesta antagonista. Por ejemplo, en muchas partes de América Latina no sólo se crítica el desarrollo de una filosofía con hechura europea, sino que dentro de la misma filosofía europea se desdeña con mayor aplomo a la filosofía analítica (desarrollada principalmente en Inglaterra, Estados Unidos y Australia). Algunas vertientes de la filosofía continental suelen ser eximidas de tal estigma (como la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt), porque han ofrecido algunos elementos para una comprensión de los conflictos sociales alrededor de la industria cultural en las sociedades latinoamericanas. Es un lugar común, en el tránsito académico, tildar a la filosofía analítica de ser “una filosofía para países primermundistas”, en cuyas sociedades no hay problemas sociales acentuados, por lo que su ejercicio filosófico tiende a enfocarse en temas de nula dimensión aplicada. No son pocos los autores que consideran que en América Latina el pensar filosófico debe enfocarse, casi como un imperativo humanístico, en estudios de corte socio-político (incluso, los temas de filosofía de la ciencia son atravesados por la filosofía política). Constantemente, se intenta ver a la filosofía analítica como una tendencia que aún es ajena al pensamiento latinoamericano, cuando, en contraste, en México, existe un Instituto de Investigaciones Filosóficas (en la Universidad Nacional Autónoma de México) —adscrito abiertamente a la filosofía analítica— que tiene más de cincuenta años de trabajo a cuestas y que ha marcado una tradición de investigación:

Se continúa criticando a la filosofía analítica como si ésta hubiese permanecido en la etapa neo-positivista y nadie en ésta se hubiese ocupado de metafísica o de ética; o se defiende la absurda “ontología de lo mexicano” como si nunca se hubiesen hecho objeciones en contra de sus propuestas más centrales; o se insiste en ignorar el feminismo y sus cuestionamientos como si la historia de este siglo no hubiese sucedido... Así, el “fervor sucursalero” pronto se descubre como una forma de la pereza teórica, acompañada de un temor a cualquier cambio (PEREDA, 2009, p. 102-103).

 

Para alcanzar y procurar su carácter de “auténtico”, no es necesario expulsar aquellas ideas consideradas “ilegítimas” por prejuicios regionalistas, sino que se hace imperioso analizar si tales ideas tienen alguna tradición. De hecho, la ética analítica constituye hoy una fuente importante para que la Bibliotecología desarrolle una dimensión metaética, articulada con la ética aplicada y la ética normativa. En el mismo sentido, el Quijote no representa una tradición literaria ajena al pensamiento latinoamericano. De hecho, ha sido una influencia para el pensamiento independentista americano en el siglo XIX y fue parte del ideario de algunas revoluciones latinoamericanas del siglo XX (pese a que Restrepo no alcance a divisarlo), aunque para una perspectiva como la de Salazar Bondy, habría que negar esta tradición por ser inauténtica. El pensamiento europeo no es ajeno al pensamiento latinoamericano; antes bien, éste es resultado de una síntesis de la dialéctica occidental: “Dialéctica donde lo asimilado, lejos de representar un estorbo, un obstáculo, significaba un modo de ser sin el cual no se había podido llegar a ser lo que se era ni, menos aún, poder llegar a ser lo que se pretendía” (ZEA, 1976, p. 21).

Aunado a todo lo anterior, no queda del todo claro, según el criterio de Restrepo, quién o qué doctrina dentro de la bibliotecología es la que está retomando esta corriente colonialista (que busca “imponer” la lectura del Quijote para alfabetizar). En cambio, reiteró que sus estrategias inclusivas de alfabetización (que parecen ser más bien exclusivas) llevan a que una persona sepa “leer la vida y el mundo”, lo cual empieza a rosar los linderos del determinismo. En contraposición, es posible suponer que algunas personas, a través de varias generaciones, hayan encontrado el significado de su vida leyendo Don Quijote de la Mancha, y no sé si eso implique “saber leer la vida”, pero encontrar el sentido de la vida es una vía para preservar y potenciar la vida (no sólo leyendo con atención las instrucciones de suministro de un medicamento). El papel de las bibliotecas consiste en expandir las fronteras cognoscitivas, y no en cercar la capacidad interpretativa de la ciudadanía.

El papel emancipador de la lectura no puede ser colmado con procesos que la equiparen con una simple decodificación secuencial de palabras. La experiencia lectora trasciende a la palabra impresa y a la palabra hablada, ya que trastoca la cultura escrita y trasciende hasta la poesía en movimiento. Isadora Duncan —bailarina que tomó los principios de la danza clásica y conformó los principios de la danza moderna— encontró un sentido en la lectura cuando esta experiencia le otorgó un significado a lo que hacía con su vida, a través de la danza. Duncan relató que había leído a Kant, a Platón y a Nietzsche, en quienes encontró el camino para conformarse un concepto sobre lo bello, a partir de su propia andanza lectora, para dar un sentido a su vida, transfigurada como obra de arte. Según palabras impregnadas en su diario:

Mis danzas eran objeto de las polémicas más violentas y encarnizadas. Continuamente aparecían en los periódicos columnas enteras en las que se me proclamaba el genio de un arte recién descubierto, o se me acusaba de destruir la verdadera danza clásica, esto es, el ballet. Al volver de aquellas representaciones en que el público deliraba de alegría, me sentaba con mi túnica blanca y, frente a un vaso de leche, me pasaba las noches leyendo la Crítica de la razón pura, de Kant, de la cual, Dios sabe cómo, creía yo que había extraído inspiración para aquellos movimientos de pura belleza, que eran todo mi afán (DUNCAN, 1988, p. 154).

 

Quizá la dimensión de la experiencia lectora también podría ser concebible a través de la comunicación vivencial compartida descrita por el concepto lectura total, del novelista serbio Goran Petrović, que involucra la presencia de uno y la presencia de otros: “Una multitud de distintas personas en ese mismo momento [...] en otra ciudad, incluso en la otra parte del mundo, leía el mismo libro, y ese libro, y ese espacio, los unía a todos” (PETROVIĆ, 2015, p. 53).

Detrás de la idea “saber leer la vida y el mundo” hay un desconocimiento de los procesos cognoscitivos que entrañan al acto lector y del carácter social de la biblioteca: “el que cree conocer al lector no hace ya nada por el lector”) (NIETZSCHE, 1986, p. 35). Pero, además de la mirada sintactivista de los procesos lectores, se refleja una postura de autoafirmación que no es sostenible epistémicamente, según la cual se asume que se posee un estado de ascensión que insta a reconocer en sí mismo que se “sabe leer el mundo”). ¿Es posible afirmar que una persona sabe leer la vida y que otras personas no saben? Para que esto pudiera ser cierto, tendría que existir un criterio válido de lectura para la vida (que sería una lectura correcta para saber leer el mundo), y, según Restrepo (2019), la biblioteca es la institución que puede ayudar a enseñar tal cosa, lo cual tira al traste cualquier dimensión epistemológica en la Bibliotecología. Inclusive, esto contrasta con una realidad persistente, pero difícil de mirar y de aceptar, porque requiere una profunda revisión metateórica disciplinaria:

Los bibliotecarios no son lectores y es sin embargo a ellos a quienes se les atribuye la misión de formar a los lectores, pero esa insuficiencia proviene desde su formación educativa como bibliotecólogos, la cual se enfoca el estudio de los documentos tomando en cuenta su valor de cambio y dejando de lado la parte correspondiente a su valor de uso, que es el que adquiere significación a partir de la lectura (ALFARO LÓPEZ, 2009, p. 179).

 

Esto es reiterado por bibliotecólogos que han formado, a través de los años, a un sinnúmero de generaciones bibliotecarias: “Cuando se señala que el bibliotecario tiene que fomentar la lectura se está señalando una buena intención, y hablo de intención porque lo más trágico de este tema es que los bibliotecarios son pésimos lectores. Nadie puede enseñar lo que no práctica: cómo va un bibliotecario a promover la lectura si él mismo no es un lector” (RODRÍGUEZ GALLARDO, 2008, p. 182).

Si la crítica de Restrepo a la práctica lectora de la novela de Miguel de Cervantes tenía como trasfondo una especie de crítica al intelectualismo de la vida académica, ella misma incurre en esto (y va más allá), al aseverar que pude distinguir qué es “saber” leer el mundo (por lo que toma, para sí, el lugar del intérprete), además de que otras personas también podrían “saber” leerlo si siguen sus estrategias de alfabetización desde la biblioteca pública. La base para enarbolar su discurso parece ser el esencialismo moral. Este es un problema recurrente en esta clase propuestas basadas en aserciones personales, “y América Latina ha sido un paraíso de las concepciones personales del mundo” (ZEA et al., 1968, p. 3).

Aquí surge una cuestión epistemológica sustancial: ¿Cómo saber que se sabe? Al menos dentro de los límites de las facultades del entendimiento y el razonamiento, no existe tal estado como “saber” leer el mundo. Intentar sostener que es posible “saber leer el mundo” implicaría reconocer que el mundo fenoménico tiene una lectura determinada que no ha sido develada (o al menos que no es fácil acceder a ella), y que las estrategias de alfabetización que se proponen desde la biblioteca pública ayudarán a develar esta clase de secretos para algunos. Afirmar (en primera, segunda o tercera persona) que alguien “sabe” leer el mundo es sostener que la dimensión lectora del mundo (o de la vida) está determinada de facto, y el papel activo del ser humano se reduce sólo en la develación de esa dimensión. En primera instancia, no existe una lectura del mundo, sino varias posibles, por lo que este determinismo subyacente no se sostiene, y pensar así hace caer dicha propuesta en un perspectivismo:

No hay hechos, sólo interpretaciones. No podemos constatar ningún factum “en sí”: quizás sea un absurdo querer algo así [...] ¿Es en última instancia necesario poner aún al intérprete detrás de la interpretación? Ya eso es invención, hipótesis. En la medida en que la palabra “conocimiento” tiene sentido, el mundo es cognoscible: pero es interpretable de otro modo, no tiene un sentido detrás de sí, sino innumerables sentidos (NIETZSCHE, 2008, p. 222).

 

En este caso particular, recurrir a la acción “saber” tiene implicaciones epistemológicas, e incluso éticas, desmesuradas, pues el sujeto que se autodefine como el intérprete del mundo lo hace desde la connotación determinista de una creencia, no un saber (VILLORO, 2002, p. 129-134). Un problema primario a atender sería esclarecer qué estado epistémico describe la acción “saber leer el mundo” para Restrepo Fernández. Si se tomase como una mera creencia epistémica lo que ella denomina “saber” (porque eso es, en realidad), seguiría siendo una idea difusa que no elude el problema del determinismo epistemológico: no sabe que no sabe, sino que cree saber. Este problema podría ser abordado a partir de las premisas del problema de Gettier (1963, p. 121-122), ya que aunque un agente esté justificado en sostener cierta creencia (en este caso, Restrepo justificando su creencia), esto sólo implicaría que la relación entre el agente, su creencia y el mundo tiene algo epistémicamente positivo que, empero, es falible. Pero aceptar eso no es aceptar que hay algo así como una noción pre-teórica de justificación epistémica. Tampoco implica que la justificación es una propiedad genuina, es decir, que corresponde a un fenómeno unificado, y no es más bien una propiedad disyuntiva (como una creencia de superioridad moral): “En los casos perceptivos de Gettier, el sujeto sólo tiene evidencia fenoménica y por lo tanto carece de evidencia suficiente para el conocimiento [...] se piensa habitualmente que el sujeto tiene suficiente evidencia de conocimiento, pero falla en saberlo” (SCHELLENBERG, 2017, p. 74-75).

Aunado a lo anterior, el problema no es sólo que Restrepo defiende un estado epistémico difuso e insostenible, sino que declara que la biblioteca pública puede alfabetizar partiendo de este estado, e inclusive transmitirlo y enseñarlo a otras personas (como si fuese una propiedad transitiva). ¿Es la biblioteca una entidad qué puede determinar estos criterios de demarcación? La misión de la biblioteca no está en enseñar a las personas a “saber leer el mundo”, sino en brindar elementos para robustecer sus posibles interpretaciones sobre el mundo e incidir en él (para reconocer, e incluso alimentar, las expresiones de la complejidad de la vida), no para sesgar y encaminar esas interpretaciones con una intención ideológica, cuya supuesta justificación es el desarrollo de una bibliotecología latinoamericana auténtica. Antes bien, para Villoro (1987, p. 93) un rasgo de inautenticidad puede ser que las razones para justificar una creencia carezcan de objetividad, y que los motivos que influyan en su rechazo sean meramente subjetivos.

Las bibliotecas públicas no pueden fungir como hontanares que alfabeticen partiendo de la idea de existe tal estado epistémico, y mucho menos como instituciones que definan una especie de criterio de demarcación entre lo que es válido o no leer. De ser así, los bibliotecarios estarían cometiendo una injusticia hermenéutica, ya que en la trama activa de la biblioteca frente a esta pasividad del usuario— se podría limitar la capacidad interpretativa autónoma de los individuos en favor de cierto criterio, determinado por prejuicios epistémicos e ideológicos, pese a que se logren gestar fuertes vínculos de confianza entre los usuarios y los bibliotecarios. Algunas injusticias hermenéuticas llegan a producirse cuando existe una serie de limitantes en los recursos colectivos de interpretación. Por ello, las bibliotecas públicas no pueden contribuir a “cerrarle” el mundo a las personas; esto afectaría no sólo la comprensión, sino la percepción misma de la realidad social: “en el contexto hermenéutico de la comprensión social, también está claro que, al menos en ocasiones, si las interpretaciones están estructuradas de determinada forma, también lo estarán los hechos sociales” (FRICKER, 2007, p. 147).

Sesgar algunos temas de lectura, supuestamente por privar la limpieza cultural latinomericana, resultaría en una marginación hermenéutica, que acarrearía inevitablemente conmociones convivenciales derivadas de experiencias de incomprensión entre horizontes hermenéuticos disimilares. No obstante, es tarea ardua sacudirse algunos prejuicios (como los de la propuesta de Duque Cardona y Restrepo Fernández), porque en ocasiones las convicciones traen consigo el polvo de la obstinación. De hecho, “nuestros esfuerzos interpretativos están naturalmente orientados a los intereses, ya que nos esforzamos al máximo por comprender aquellas cosas que nos sirve de algo comprender” (FRICKER, 2007, p. 152).

 

6 CONSIDERACIONES FINALES

 

En semanas previas, durante la VII Semana de la Palabra en la EIB, se leyó en el último día, un Manifiesto confeccionado por las organizadoras, Natalia Duque Cardona y María Camila Restrepo Fernández. Una primera cuestión es que con toda la base de su propuesta, es posible que el trasfondo de dicho manifiesto pueda incidir en varias tautologías y malentendidos (como la reiteración por “leer el mundo”, ahora con una intención más atenuada). En este documento se declara que: “Para ser bibliotecaria, bibliotecario no es necesario formarse en las letras más ‘encumbradas’, pues más allá de éstas se encuentra la humana condición” (DUQUE CARDONA; RESTREPO FERNÁNDEZ; MAZÓN ZULETA, 2021, p. 6). Lo anterior, puede no representar mayor contrariedad, salvo que “letras encumbradas” parece ser más un término que entraña ciertos juicios de valor personal, que una genuina categoría conceptual con carga epistémica. Sin embargo, no se entiende si se está tratando de escindir a las “letras encumbradas” de la dimensión humana, ya que, pese a su abierta denostación, hacen parte de la fuerza creadora del espíritu humano. Similar a esto es lo que suele pasar en la filosofía moral, cuando ciertas acciones consideradas como no deseables, se clasifican en el terreno de lo “inhumano” (MURDOCH, 2014, p. 97). Ni el intelectualismo ni el antintelectualismo deben ser un imperativo para la biblioteca. Antes bien, ésta debe representar un camino de posibilidad siempre latente.

En la conferencia magistral y charla inaugural de aquel evento, se presentó la reconocida bibliotecóloga colombiana Silvia Castrillón Zapata, quien articuló su presentación a partir de su auto-biobibliografía (los textos leídos que, en un intenso sentido ético y político, determinaron su experiencia de vida). Vale, pues, preguntar si para Duque y Restrepo son éstas “letras encumbradas”. Y si no los son, ¿cuál es, pues, el criterio de demarcación para determinar que lecturas pertenecen a esta categoría y cuáles logran salvarse de la condena? Tal vez, “lo encumbrado” sólo constituye una recomendación de tipo moral, a la usanza del Zaratustra nietzscheano, sobre el árbol que crece solitario en la cima de la montaña (NIETZSCHE, 1986, p. 38). Pero si ésta es una sentencia moral, ¿las “letras encumbradas” han de ser evitadas?

Estados cognoscitivos derivados de la lectura crítica como la reformación de la danza, de Isadora Duncan, ¿quedan anulados por la categoría “letras encumbradas”? En su composición poética “El sueño”, Sor Juana Inés de la Cruz (1989) expresó su sentimiento de decepción al enfrentarse a sus límites cognoscitivos en su intento infructuoso por alcanzar la cima de la actividad intelectiva, que era, finalmente, el afán vital de su alma. ¿No le es legítimo a un individuo vivificar el sueño de trascender las fronteras del conocimiento (como en el anhelo onírico de la poetisa jerónima) por prejuicios sobre la actividad intelectual?

Una cosa es fomentar una pedagogía que sea “la de la pregunta por el sentido de la vida en medio de las desolaciones que produce la instrumentalización de la ciencia y la reducción de la práctica profesional al negocio y a la presunción de los títulos”, y otra, muy distinta, concebir los posibles senderos de la vida, como desiderata, a través de prejuicios deterministas (MORALES CAMPOS; NARANJO VÉLEZ; RENDÓN GIRALDO, 2016, p. 19). Esto se hace más delicado cuando estos prejuicios sectarios y las bregas de la pereza teórica se diseminan, no sólo en los canales institucionales de la biblioteca, sino en la práctica de la docencia, a través de un curso de “Historia y Epistemología de la Bibliotecología”.

 


REFERENCIAS

 

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[1] Doutorado em Bibliotecología y Estudios de la Información pelo Universidad Nacional Autónoma de Mexico. Professor titular do Universidad Nacional Autónoma de Mexico.